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Esencialmente humano

Pildoras

                  Una de las características más determinantes y distintivas de los humanos es sin lugar la capa­cidad de reflexionar y pensar sobre uno mismo.

Evoluti­vamente, los animales no han alcanzado aún este estadio de conocimiento. De ser así, probablemente habría va­cas deprimidas, hipopótamos suicidas y jirafas con pro­blemas existenciales.

El diálogo interno comienza en la infancia y se desarrolla en la adolescencia. Alrededor de los cinco años, los niños estructuran e internalizan lo que los au­tores han llamado "lenguaje interno". Este lenguaje, a medida que el niño crece, va ejerciendo cada vez más dominio sobre los estados emocionales y la conducta, permitiendo su control o liberación, dependiendo de las necesidades del sujeto. No cabe duda de que el pensa­miento determina en gran parte, no totalmente, la for­ma de comportarnos y de sentir.

Si te recrimi­nas tu manera de actuar, si te dices a ti mismo que el mundo es un asco y el futuro una porquería, obviamen­te no te agradará esta vida, ni probablemente la otra.

El autoelogio es una manera de hablarte po­sitivamente. Es una forma de contemplarte y de recono­cer tus actuaciones adecuadas. La autoestimulación puede ser más poderosa en sus efectos que la felicitación o el elogio que viene de afuera. Permite el fortaleci­miento de la autoestima, genera buenos hábitos de hi­giene mental y, lo más importante, ayuda a que la con­ducta autoelogiada se siga dando en el futuro.

Debido a la absurda costumbre cultural de ver el autocastigo y la autocrítica de los comportamientos negativos como una mejor vía de aprendizaje que el autorreforzar las conductas positivas, se ha desarrollado el vicio de focalizarse en lo malo. Si lo único que ves son tus comportamientos incorrectos, el autoelogio será ina­plicable. Parecería que la sociedad considerara el autoelo­gio como dañino, inútil o superfluo: el ego no debe ali­mentarse mucho y el deber no necesita felicitaciones.

¿De dónde provienen estas absurdas e irracio­nales ideas?

El amor dirigido a uno mismo es visto como "egolatría" y el amor dirigi­do a otros, como "altruismo". Sin embargo, el quererse también puede ser visto como amor propio y como un acto de dignidad.

Las "razones" a las cuales se apela para negar el autoelogio son vanas.

Señalaré las más comunes:

a. "No soy merecedor"o "no fue gran cosa". Típico de las personas que ven la modestia o la subestimación de los logros personales como un acto de entrega y humildad, En realidad, es un acto de hipocresía en la gran mayoría de los casos. Subestimar tus logros y tu desempeño, siendo en realidad buenos, es una señal de que tu salud mental empezó a flaquear. Siempre eres merecedor de tus propias felicitaciones.

b. "Era mi deber"o "era mi obligación". Esta actitud mili­tarista, típica del más obsecuente recluta, no le sirve a tu autoestima. ¿Llevaste a cabo bien tu deber? ¡Feli­cítate! ¡Regálate un "muy bien"! Tu principal deber es para contigo. ¡Date un abrazo! Si tu diálogo interno es el de la obligación absoluta, no te sentirás con el derecho de elogiarte.

c. "Autoelogiarse" es de mal gusto. Si lo haces en tu fuero interno, simplemente nadie se dará cuenta. El buen gusto comienza por casa. Autoelogiarse es una nece­sidad. Si no alimentas tu autoestima, tu ego será ané­mico y raquítico. El autoelogio, por defini­ción, es un acto que realizas a solas, de manera encu­bierta, sin espectadores de ninguna índole. El amor nunca es de mal gusto. El castigo sí.

La autoexpresión de sentimientos positivos nos hace sentir bien, sencillamente porque es agradable el buen trato.

¿Qué hacer para generar la sana costumbre de autoelogiarse? En primer lugar, debes conectarte a un procesamiento controlado, es decir, hacerte consciente de tu diálogo interno y de lo que te dices cuando has alcanzado un logro. Puedes descubrir que no te dices nada (el éxito pasó desapercibido) o te autocastigas (el éxito ha sido insuficiente para las aspiraciones que po­sees): "Lo debería haber hecho mejor". Recuerdo que a los 20 años, mi nivel de autoexigencia en cuestiones aca­démicas llegaba a límites absurdos. En esa época estudia­ba ingeniería electrónica, una carrera que dejé en quin­to año cuando decidí ser sincero conmigo mismo. Lo importante es que, pese a la poca vocación por los cables y los chips, si mis notas bajaban de nueve o diez, me deprimía profundamente. Mientras mis compañeros festejaban un siete en álgebra, yo me castigaba (verbalmente) por un ocho. La insatisfacción frente a mi propio rendimiento no daba cabida al autoelogio. Desde mi óptica rígida, era absurdo que un seis o un siete mere­cieran tanto alboroto. Hoy he aprendido que mientras no sea perjudicial, dañino o peligroso para mí u otros, puedo felici­tarme por lo que quiera: cada uno Jija sus estándares. Mi exce­siva autoexigencia era perjudicial para mi salud mental:

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