EL HOMBRE PROPONE Y DIOS DISPONE
La madeja de la vida se va desenvolviendo con uno; parece seguir los caminos que uno recorre. Aunque creemos desenvolver el hilo de nuestra propia vida es la misma madeja, la vida, la que se desenvuelve señalándonos el camino. Cada acto inconsciente, cada accidente, cada fracaso aparente, tienen un propósito en el tejido de la vida. Ésta es otra lección que me regaló la selva en uno de esos días que nunca terminan, en la dimensión interior del tiempo.
Gilgal, en lenguaje bíblico, significa la tierra prometida. En el trópico, ese paraíso perdido existe y también se llama Gilgal. Cuando pasé la primera vez por allí era aún apenas un sembrado de ilusiones. Un pequeño aeropuerto donde ocasionalmente llegaban las avionetas de los misioneros. Un puñado de colonos ponía sus ilusiones en un lado de la balanza de la vida; en el otro lado, el peso de la malaria y las serpientes venenosas a veces cobraba con la muerte la osadía de soñar.
Era uno de esos días al comienzo del invierno cuando los ríos crecen y la humedad transporta los deliciosos aromas de la cordillera virgen. Había terminado la consulta en que periódicamente atendíamos a los colonos del lugar en la choza que servía como sala de espera -espera que a veces se prolongaba durante semanas enteras- para los eventuales pasajeros que aún confiaban en los llamados vuelos de itinerario. Tenía urgencia de llegar ese mismo día al puesto de salud donde había dejado algunos pacientes hospitalizados. Como la avioneta no aparecía y el cielo se encapotaba cada vez más decidí emprender el regreso a pie por un camino ya conocido. Al anochecer, a buen paso, debería estar llegando al poblado de Unguía. Todo fue bien hasta el río, que bajaba crecido. Esperé, pero cada vez la situación empeoraba; me preocupaba el estado de algunos pacientes que forzosamente debían ser controlados el mismo día.
Cuando al fin decidí que había que buscar otro camino río arriba, más largo, que ofrecía mejores posibilidades para pasar, pensaba si no era un poco injusto que la vida me pusiera trabas semejantes para cumplir con mis deberes médicos. Malhumorado, me sentía cansado y llegué a pensar si no sería un desgaste inútil todo ese trajinar en medio de una naturaleza tan hostil. Ni siquiera disfrutaba esa tarde de los saltos alegres de los monos cotudos, unos grandes simios que, en las orillas del bosque, jugueteaban tirando ramas y frutas para llamar la atención del ocasional caminante.
Al llegar al sitio de cruce el río había bajado lo suficiente. Respiré profundo. Uno siempre respira profundo cuando, en cualquier evento de la vida, piensa que ya pasó al otro lado. Aunque llegaría de noche, por lo menos tenía ya la seguridad de llegar.
Bien poco me duró la ilusión. Observé unos gallinazos que revoloteaban sobre una chocita desolada, a unos cincuenta metros del río. Volví a recordar a la abuela cuando me decía: "El hombre propone y Dios dispone". Esas aves, que en las grandes ciudades pululan, en esa región sólo eran el indicio de la muerte. La altura de las malezas en la vieja trocha me indicaba que hacía muchos días no transitaba nadie por allí. El peculiar y penetrante olor de la carne en descomposición, más notorio aún al contrastar con el olor a tierra recién fecundada que deja la lluvia, me llevó a acelerar los pasos; y también el corazón. Jamás podré olvidar lo que me mostraron los últimos rayos del sol.
Era una choza antigua y descuidada. El rastrojo comenzaba a obstruir el camino de entrada si bien las enredaderas daban una hermosa decoración a las paredes de caña. Algunos huecos -visibles desde fuera- en el techo de paja me hicieron suponer que no estaba el hombre de la casa desde hacía varias semanas. Era una casa herida por los primeros temporales y por la soledad. Sentí el frío interno del abandono; y ese frío fue más intenso en medio del calor sofocante del trópico. Fulgencio había partido hacía varias semanas con algunos compañeros prometiendo regresar a los pocos días. Era un viaje peligroso a otra tierra prometida y allí la malaria le pudo a la ilusión.
El sueño del hijo también se marchó. Ahora, su cuerpecito muerto, al lado de su madre, estaba a punto de ser el alimento de las aves de rapiña. "El hombre propone y Dios dispone" volví a pensar, desolado al ver el cuerpo de una mujer de edad madura tendido sobre un catre teñido de sangre. De pronto advertí un hilo de sangre aún roja, aún tibia. Para mí no fue un hilo de sangre: era un río de vida, era el mar de la vida. No vi más las moscas, ni sentí ya ningún olor. "El hombre propone y Dios dispone" grité en el interior de mi corazón, reconciliado ya con todas las fatigas. Y Dios me dispuso. Introduje las manos hasta las entrañas de la mujer. Con mis manos desnudas, con las uñas, con el alma, extraje la placenta retenida e infectada, causa de la muerte del pequeño. Friccioné el bajo vientre de la mujer para impedir alguna hemorragia aunque el estado de choque era de tal gravedad que ya ni la sangre ni la presión arterial alcanzaban para que pudiera sangrar mucho más. Al anochecer había reunido a algunos colonos del vecindario -que siempre en esos montes es lejano- para transportarla al centro de salud. Antes de la medianoche ya estaba saliendo del estado de choque. Sólo entonces advertí que si yo no tomaba un baño urgente al otro día, sobre mi cama, también podría tener aves de rapiña. Una pesada sensación de lasitud se fue apoderando de mi cuerpo, lo que me hizo recordar que no había experimentado fatiga en toda la noche. Todas las horas habían transcurrido en medio de una energía desconocida para mí, como si una fuente interior brindara la energía necesaria cuando uno se olvida de sí mismo.
Ella vivió. Sobrevivió. Supervivió. Y con ella sus otros pequeños, que aún necesitaban una madre. En mí también sobrevivieron y renacieron muchas cosas. Nació la seguridad de que la vida siempre tiene una dirección y un propósito; que la vida sí tiene sentido.
POTENCIAL DE DESTINO
Al reflexionar sobre mi estado de ánimo, cuando me vi perdido por dentro y por fuera, comprendí que esa confusión aparente era el camino más corto para llevarme a cumplir mi misión como médico.
Podemos ser agentes de esa dirección inteligente más allá de nosotros que se llama destino. Si uno está atento puede ser el forjador de su propio destino.
¿Y qué es el destino? ¿Es acaso la tiranía de una fuerza ciega y oscura que nos arrastra como barcos sin timonel? El destino parece ser el rumbo interior en el que muchos aparentes sinsentidos adquieren su verdadero sentido. El azar es sólo otro nombre que le damos al destino.
Perder el rumbo es a veces una estrategia de ese orden oculto e implícito para recuperar el sentido de vivir. El destino nos lleva a comprender que cada tiempo y lugar son, aunque nos sintamos perdidos, la mejor oportunidad para desarrollar nuestro potencial. Es allí, en el espacio-tiempo interior del ahora y el aquí, donde aprendemos mejor la lección que la vida nos tiene asignada. Pretender estar donde no estamos, ser lo que no somos, vivir en el pasado o en el futuro, nos impide comprender que cuando el río va crecido hay que esperar o tomar otro rumbo; pero ese rumbo exterior no es más que el camino interno que nos lleva a la oportunidad de dar de lo que somos y así encontrar nuestro potencial oculto. El destino es esa meta invisible que da a la vida propósito y sentido.
Nada en el universo ocurre por accidente. Todo obedece a la ley de causa y efecto. Los acontecimientos son la consecuencia de eventos que a veces desconocemos y por ello hablamos de buena o mala suerte, de buen o mal destino. En lo personal, cada uno forja su destino con la suma de acciones, sentimientos y pensamientos que cotidianamente van formando lo que podríamos llamar un potencial de destino. Si mis pensamientos son los de fracaso o mis sentimientos los de víctima esa enorme fuerza se irá condensando y finalmente se hará una realidad. No hay destinos oscuros, hay sombras en el camino del propio destino, sombras que con frecuencia son nuestros propios temores, sitios oscuros de nuestra conciencia. Asumir la posibilidad de transformar nuestro potencial de destino es recuperar el control sobre nuestra vida. Ya no somos víctimas de los otros o de la suerte y entendemos que cada cosa que nos ocurre tiene una razón de ser, viene a enseñarnos algo. Un problema se transforma en una oportunidad para crecer. Comprendemos entonces que cada acto, sentimiento o pensamiento generará en un futuro aquello que llamamos destino; esta comprensión nos torna en responsables de todas nuestras acciones, en artífices conscientes de nuestro destino.
La ley de causa y efecto, cuyos mecanismos estamos lejos de conocer, se manifiesta también a escala social. Para Jung, no hay coincidencias sino sincronicidades. De igual manera que uno se moviliza en respuesta a una llamada telefónica en solicitud de ayuda es posible que la oración sea una llamada poderosa captada desde un nivel superior del ser que nos lleva a responder a través de lo que denominamos acontecimientos del destino. Ante el hecho, cuya posibilidad era infinitesimal, por no decir que nula, de encontrar dos moribundos en la oscuridad de un territorio tan desolado como inmenso, pienso hoy que quizás hubo una comunicación en el plano de las almas. Allí, donde no existe el obstáculo del tiempo o la distancia, el alma respondió a la oración fervorosa de la esposa de Adán y de la de don Fulgencio. Por ello no fue para la primera nada extraño que llegáramos en mitad de la noche. Como ella misma dijo, nos estaba esperando, tenía la seguridad de que su llamada había sido escuchada. Desde esa óptica, los encuentros fortuitos, los extraños retrasos o averías, el avión que nos deja en el último minuto, los impulsos inexplicables para comunicarnos con alguien... pueden no ser más que la manifestación de una red de comunicación que se da en un nivel insospechado de nuestra conciencia. Así, aquel que sabe escuchar las llamadas y avisos que se emiten a través de esa red es tal vez quien puede aprender a cumplir mejor su destino en la sociedad. Día tras día, la selva me fue confirmando que hay una red que nos une, que la comunicación y las acciones a distancia son realmente posibles.
Nota: este artículo pertenece al primer capítulo del libro de Jorge Carvajal "Por los caminos de la Bioenergética" (Editorial Luciérnaga).
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